por Fabio Vighi
Este artículo apareció por primera vez en MR Online en el 24 de abril de 2020, y ofrece una perspectiva en la que COVID-19 es visto como un síntoma de una enfermedad de lo que el autor llama “productivismo económico exasperado”. Lo hemos traducido y reproducido aquí bajo una Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International License. -BMN y PSU, 11/04/2020
Es comprensible que hoy en día oigamos hablar mucho de los síntomas del Covid-19 (tos seca, fiebre alta, etc.). Por el contrario, se habla mucho menos del virus como síntoma. Digamos entonces que para intervenir sobre los síntomas del virus es necesario no sólo tener un conocimiento científico específico, sino también poner en marcha una seria reflexión sobre las causas estructurales de su propagación global y, con ellas, las posibilidades de cambio que la emergencia nos abre, al menos teóricamente. Si la información de la corriente principal se centra en la gestión de la epidemia, la reflexión sobre sus causas podría dar lugar a una serie de consideraciones nada irrelevantes.
La hipótesis más aceptada es que, aunque no se puede decir con precisión dónde y en qué circunstancias, la gestación de COVID-19 tuvo lugar en relación con procesos de producción agroindustrial invasivos. Como señaló el biólogo evolutivo Rob Wallace,[1] los coronavirus como el MERS y el SARS, junto con patógenos similares como el Ébola, tienen su origen en una industria agroeconómica cada vez más agresiva, que devasta ecosistemas enteros al colocar en cercana y explosiva proximidad animales despojados de su hábitat, la cría intensiva de ganado y los suburbios urbanos con una alta densidad de población y un saneamiento deficiente. En términos técnicos, se trata de enfermedades zoonóticas, es decir, enfermedades que se transmiten directa o indirectamente de los animales al hombre. No es accidental que muchos de estos virus lleven el nombre de animales, como la ‘gripe aviar’, la ‘gripe porcina’ y los llamados arbovirus (transmitidos por artrópodos, generalmente garrapatas o mosquitos, incluido el ‘virus Zika’). En todos estos casos, nos enfrentamos a la repetición del mismo patrón: el derrame de la cepa viral infecciosa del animal al humano dentro de un contexto ecológico conmocionado por la expansión de otro virus, el del productivismo económico exasperado.
Este es el punto. La lógica ferozmente oportunista de las multinacionales, en particular en el campo de la agroindustria, ha estado presionando desde hace tiempo para conquistar los últimos territorios ‘vírgenes’ de la tierra, en particular a través de proyectos de deforestación que obligan a varias especies animales a interactuar con cepas virales previamente aisladas. Estas cepas virales se transmiten luego a los seres humanos no sólo directamente (como en los notorios ‘mercados de vida silvestre’) sino también a través de la mediación de otros animales (por ejemplo, en las granjas intensivas de monocultivo transgénico, donde el debilitamiento del sistema inmunológico del animal crea condiciones ideales para la proliferación viral). Por lo tanto, la devastación ecológica facilita la interacción entre los patógenos que antes se mantenían a distancia por los ecosistemas con una biodiversidad compleja, y las comunidades humanas en los márgenes de los ecosistemas perecederos. Los elementos patógenos emergen de territorios remotos, afectan a los suburbios urbanos y comienzan a desplazarse rápidamente por las rutas forjadas por la globalización.
Como Wallace escribió en su libro Big Farms Make Big Flu (Las grandes granjas hacen la gran gripe [N. del T.]) de 2016, “Uno de estos bichos, o un primo aún no descubierto, probablemente matará a unos pocos cientos de millones de nosotros algún día pronto. No es si, […] es cuando”.[2] Tomemos el Ébola, que se propagó recientemente tanto en el África Occidental (2013-16) como en la República Democrática del Congo (desde 2018), pero que ya se había registrado en el Sudán y el África Central en 1976. La etiología de este contagio presenta características muy similares a las descritas anteriormente: tras una deforestación salvaje financiada por capital extranjero (como la ‘Farm Land of Guinea Limited’, una empresa británica con sede en Nevada) se desencadena una transmisión viral que parte de portadores sanos (por ejemplo, murciélagos), cruza otras especies animales que se diezman en el proceso y termina por infectar vastas comunidades suburbanas y urbanas. Sin embargo, las miles de muertes por el Ébola, combinadas con los horribles efectos secundarios de la infección, han quedado en gran medida confinadas al continente africano, y esto es sin duda parte de la razón por la que causan menos sensación que el COVID-19.
Por lo tanto, debemos reflexionar sobre las causas fundamentales de un virus que se ha elevado repentinamente a la categoría de celebridad mundial. La frecuencia de los fenómenos epidemiológicos sutiles (es decir, capaces de mutaciones repentinas) y altamente infecciosos surge de la virulencia productiva que anima la competencia agroindustrial cada vez más feroz. Si miramos la historia del capitalismo, podemos observar que estas pandemias zoonóticas no son nuevas. Desde las tres pandemias que sacudieron a Inglaterra durante la primera revolución industrial tras la importación de ganado de Europa, pasando por la plaga del ganado que devastó África a finales del siglo XIX, hasta la infame gripe española, que se calcula que mató a entre 50 y 100 millones de personas entre 1918 y 1920, un contagio que muy probablemente se originó en una granja porcina o avícola de Kansas. El COVID-19, sin embargo, es el último de una serie de infecciones virales que han marcado el desarrollo de la globalización en los últimos 20 años.
Sin embargo, aquí debemos aclarar que por ‘globalización’ se entiende no sólo la circulación de mercancías, personas y capitales, sino sobre todo -en el sentido más profundo del término- la extensión del modo de producción capitalista a todo el planeta, donde el valor no crece en los árboles antes de ser intercambiado, sino que es creado por el trabajo vivo. Hablar del modo de producción en el contexto de la emergencia actual puede parecer inapropiado. Por el contrario, yo afirmo que es absolutamente necesario, ya que este concepto es el único que nos permite captar la esencia de la condición moderna (que ahora llamaríamos postmoderna o hipermoderna). En el primer lugar de mi lista de éxitos personales de cosas que hay que salvar en Marx está sin duda su crítica del valor, tal como se produce en la dialéctica del capital y el trabajo, la narrativa social que ha definido la modernidad hasta el día de hoy. Nuestro modo de producción compulsiva se basa en este modelo específico de organización social, que da nacimiento a una entidad enigmática e intangible, el plusvalor, que a su vez se transforma en la forma concreta de dinero que llamamos lucro, estableciendo así la sociedad del trabajo como nuestro único ‘estilo de vida’. Cuando nos referimos a que nuestro estilo de vida está amenazado por el virus, entonces, siempre hablamos de la sustancia valorizada de esta forma de vida, que surge de la correlación del capital y el trabajo, dos categorías que se atraen profundamente entre sí precisamente porque su relación es conflictiva. Lo que está en juego es un vínculo social que, como tal, no sólo crea valor económico (riqueza y pobreza), sino que garantiza al mismo tiempo la reproducción de nuestras sociedades, y por lo tanto de nuestra cultura, de todos esos otros valores que todavía (se podría decir) nos mantienen unidos.
En este punto, surge espontáneamente la pregunta obvia (retórica): ¿cuál es el virus que actualmente amenaza nuestro estilo de vida, si no es el último síntoma, en términos cronológicos, de la crisis de época de una relación reproductiva que ahora está en fase terminal? El virus que hoy en día paraliza sociedades enteras consideradas prósperas, obligándolas a un estado de emergencia permanente y a la mera supervivencia (alimentarse, cuidarse, dormir, quedarse en casa, etc.), nos está enviando un mensaje claro e inquietante, si es que decidimos comprenderlo: este escenario apocalíptico sin redención a la vista no es sólo nuestro presente, sino que nos espera como el futuro de un mundo entregado perversamente a las manos de un mecanismo reproductivo que, por muy ingenioso que sea, se está agotando desde hace algunas décadas y cada vez le falta más combustible socio-ontológico. No debemos cometer el error de separar al COVID-19 de la relación social de la que nació y que lo alimenta. Si lo hacemos, no habrá alternativa a la catastrófica naturalización del darwinismo social 24/7, la lucha por la supervivencia entre los que se unen por el mero hecho de ser prescindibles (como en la figura del homo sacer de Agamben) contra los cada vez menos numerosos y más poderosos poseedores de capital. De hecho, ¿no estamos ya hasta las rodillas en una lógica intrínsecamente eugenésica que prevé el sacrificio de aquellos de nosotros considerados una carga económica para nuestras sociedades y sus descuidados sistemas de salud? Las recientes palabras del Primer Ministro británico Boris Johnson sobre la inevitable desaparición de un gran número de ancianos ante la aparición del coronavirus, que “debe seguir su curso”, nos proyectan precisamente en esta dimensión atroz de la selección natural, justificada e incluso planificada por el Estado. Por lo tanto, es esencial situar al COVID-19 en una cercana relación genealógica con una serie de acontecimientos que funcionan como síntomas desde hace tiempo: desde la crisis ecológica, tan apremiante en sus urgencias humanitarias como obstinadamente negada por la política mundial, hasta la crisis de valorización del capitalismo contemporáneo, cuyo resultado más reciente ha sido la ‘gran recesión’ desencadenada por el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2007-08, y sólo parcialmente superada gracias a la enorme inyección de recursos públicos, que ya no existen.
Si la emergencia ecológica, junto con la microbiológica, representa el límite externo de nuestro modo de producción, la crisis de valorización -que se origina en los procesos de automatización tecnológica desencadenados por la tercera revolución industrial (microelectrónica), y que por lo tanto destina cada vez más la economía a los tejemanejes de la industria financiera- representa su límite interno. Se trata del mismo límite absoluto de la producción de plusvalía. Este límite está canalizado y disfrazado por diferentes narrativas de emergencia para ser gestionado políticamente a través de las herramientas de la ideología capitalista, que (como es bien sabido) produce enemigos externos a escala industrial para evitar que veamos al enemigo que habita mucho más cerca de casa. No es casualidad que la frecuencia de los ataques microbiológicos (de pánico) masivos crezca exponencialmente en el contexto de un estancamiento económico de época que es el preludio de la implosión de nuestro modo de reproducción social. La cuarta revolución industrial que está a la puerta -la de la inteligencia artificial- no hará sino exacerbar la crisis sistémica de una relación dialéctica reducida ahora a la médula de su propia contradicción: la producción de riqueza a través de esa mercancía cada vez más rara llamada trabajo asalariado (el ‘capital variable’ del que escribió Marx). Cuanto más rápidamente se elimina el trabajo socialmente necesario, sin posibilidad de ser reabsorbido, más se condena nuestra sociedad capitalista global no sólo a la cuarentena, sino, lentamente, también a la extinción y, a corto plazo, a la barbarie.
En estas condiciones, es normal que nos preocupe la salud de los mercados financieros, ahora casi completamente ‘emancipados’ de la economía real. En cualquier caso, parece claro que se está alcanzando un límite absoluto a la expansión capitalista, más allá del cual no nos esperan milagros económicos (ningún ‘Green New Deal’ u otras ilusiones piadosas) sino un futuro de escenarios cada vez más apocalípticos. Todo esto se puede resumir con uno de los lemas más significativos de Jacques Lacan: “el Gran Otro no existe” (il n’y a pas de Grand Autre). Traducido para nuestro uso cotidiano en el momento del contagio masivo mundial, esta máxima significa: el capitalismo (es decir, su dinámica de producción ciega, anónima y brutalmente compulsiva) se está quedando sin conejos que sacar de su sombrero cuando se enfrenta a las crisis -o a los virus- que genera. En el Prefacio de su Filosofía del Derecho, Hegel escribió que la tarea de la filosofía es revelar “una forma de vida envejecida”,[3] que como tal ha agotado sus posibilidades históricas. Ahora debemos dar prioridad a esta misión filosófica. Nos falta el suelo bajo nuestros pies, el presupuesto de nuestras acciones se desvanece, la mediación que nos ha socializado durante siglos se tambalea. En otras palabras, estamos al anochecer, y el búho de Minerva debe prepararse para alzar el vuelo.[4] Si debemos permanecer en casa, sentenciados como estamos a un extraño estado de arresto domiciliario, debemos al menos aprovechar la oportunidad para reflexionar sobre lo que está causando este estado de emergencia, y lo que viene después.
Sobre Fabio Vighi
Fabio Vighi es profesor de Teoría Crítica e Italiano en la Universidad de Cardiff, Reino Unido. Su trabajo reciente incluye Critical Theory and the Crisis of Contemporary Capitalism (Bloomsbury 2015, con Heiko Feldner) y Crisi di valore: Lacan, Marx e il crepuscolo della società del lavoro (Mimesis 2018).
Traducido por Brian M. Napoletano y Pedro S. Urquijo.
- Rob Wallace, Big Farms Make Big Flu: Dispaches on Influenza, Agribusiness and the Nature of Science (Monthly Review Press, Nueva York, 2016). Ver también “Notes on a novel coronavirus“, y la entrevista “‘Capitalism is a disease hotspot’”. ↑
- Wallace, Big Farms Make Big Flu, p. 280. ↑
- Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Outlines of the Philosophy of Right (Oxford University Press, Oxford, 2008), p. 16. ↑
- Esta es una referencia al mismo Prefacio de la Filosofía del Derecho de Hegel, donde escribe que “El búho de Minerva emprende su vuelo sólo cuando las sombras de la noche se acumulan”. El significado de esto es tal vez transmitido en su anterior declaración que “La filosofía, como el pensamiento del mundo, no aparece hasta que la realidad ha completado su proceso de formación, y se ha preparado” (Hegel, GWF, 2001, Philosophy of Right, Kitchener: Batoche Books, p. 20). (N. del. T.) ↑