por Adam Hanieh
El siguiente artículo de Adam Hanieh fue publicado en inglés por el Verso Blog el 27 de marzo de 2020, y una traducción al español por el Colectivo Editorial Crisis de puroCHAMUYO publicada allí el 31 de marzo de 2020. El editor de puroCHAMUYO, Darío Bursztyn, ha tenido la amabilidad de darnos permiso para volver a publicar su traducción completa aquí. -BMN, 27/04/2020
Las respuestas de numerosos movimientos sociales han exigido que se tome seriamente las desastrosas consecuencias que entraña el virus, y han vociferado sobre la incapacidad de los gobiernos capitalistas para hacer frente a la crisis adecuadamente. Esas exigencias incluyen cuestiones como la seguridad laboral, la necesidad de organizarse a nivel barrial, la problemática salarial y de los beneficios sociales conexos, los derechos laborales de todo el universo de trabajadores precarios y flexibilizados, y la protección que precisan los inquilinos y los que están por debajo de la línea de pobreza.
En ese sentido, la crisis del COVID-19 vino a subrayar sin tapujos el carácter irracional de los sistemas de salud concebidos como un lucro empresarial, con sus alarmantes recortes -en todo el planeta- de personal y estructura sanitaria pública, incluida la disminución de la cantidad de camas en terapia y de respiradores, para no hablar de la prevención sanitaria básica, y de los prohibitivos costos para cuidar la salud en muchos países; a eso se agrega cómo las patentes de los grandes laboratorios farmacéuticos vienen sirviendo para restringir el acceso a tratamientos terapéuticos y al desarrollo de vacunas.
Mike Davis señaló en Monthly Review el 19 de marzo con mucho criterio que “el peligro para los pobres del mundo ha sido casi ignorado por los periodistas y los gobiernos de Occidente” y los debates en la izquierda se han circunstripto más o menos igual, al poner su atención extensamente en la severa crisis sanitaria que atraviesa Europa y los Estados Unidos.
Incluso dentro de Europa hay una evidente desigualdad entre los Estados para enfrentar la crisis (basta ver lo que puede Alemania y lo que no puede Grecia)…pero un desastre de proporciones inimaginables se está por desatar en el resto del mundo. Por eso es que la respuesta, desde nuestra perspectiva, tiene que ser realmente global, basada en la comprensión de cómo la salud pública se entrecruza con amplias cuestiones de la política económica, y con esto también quiero decir que no se me escapa qué pasara con las consecuencias de una prolongada y severa caída económica. Por eso mismo, no es el momento para desmenuzar solo lo que se hace dentro de las fronteras nacionales de cada país en la lucha contra el virus.
La salud pública en el Hemisferio Sur
Como en cualquier otra de las llamadas ‘crisis humanitarias’ es esencial recordar que las condiciones que tienen la mayoría de los países del Sur son el producto de cómo esos estados están insertos en las jerarquías del mercado mundial. Históricamente, esto incluyó el larguísimo colonialismo occidental que en tiempos más próximos continuó con la subordinación de los países más pobres a los intereses de los países más ricos, y las corporaciones trasnacionales.
Desde mediados de los años ‘80, los interminables ajustes estructurales -a menudo acompañados por intervenciones militares de Occidente -, las sanciones contra algunos regímenes o el apoyo a mandamases autoritarios, destruyeron sistemáticamente las capacidades económicas y sociales de los estados más pobres, dejándolos desprovistos para cualquier crisis de envergadura como esta, del COVID-19.
Colocar estas dimensiones históricas y globales en primer plano, me permite entender la escala descomunal de la crisis actual, que no es solo un asunto referido a epidemiología viral y falta de resistencia biológica a un nuevo patógeno. Los modos en que la mayoría de los pueblos de África, Latinoamérica, Cercano Oriente y Asia enfrenten la pandemia es una consecuencia directa de una economía global estructurada en torno a la explotación de los recursos y los pueblos del Hemisferio Sur. En ese sentido, la pandemia es mucho más un desastre humano y social que una simple calamidad producto de causas naturales o biológicas.
Un claro ejemplo de esto es cómo se encuentran los sistemas de salud en la mayoría de los países del Sur: sin fondos, sin los medicamentos adecuados, carentes de equipamiento y de personal.
Esto es particularmente significativo para entender el peligro que representa el COVID-19 precisamente por cómo escala con velocidad la cantidad de casos, que requieren de una estructura hospitalaria y de espacios de internación, que según las estadísticas hasta el momento es necesario para entre el 15 y el 20% de los casos confirmados. Este tema está en el centro de los debates en Europa y Estados Unidos, y se asienta en la famosa estrategia de ‘aplanar la curva’ para aliviar la presión de la capacidad de atención de emergencias en los hospitales.
Y está bien que denunciemos la falta de camas en las Unidades de Cuidados Intensivos, de respiradores, de personal médico capacitados en la mayoría de los países occidentales, pero debemos reconocer que la situación es inconmensurablemente peor en el resto del mundo.
Hay menos de 2,8 camas en TI por cada 100 mil habitantes en el Sudeste asiático (ver https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pubmed/31923030), con Bangladesh en el peor lugar del ranking: 1100 camas para 157 millones de habitantes (lo que da una tasa de 0.7/100.000 habitantes). En comparación, y aun con lo estremecedoras que son las imágenes de Italia, el país europeo tiene 12,5 camas en TI por cada 100 mil habitantes, y la posibilidad de aumentarlas.
Un paper académico en 2015 estimaba que “más del 50% de los países de ingreso bajo carecen de información sobre su capacidad en Terapia Intensiva” (ver https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC4305307/). Sin esa información es difícil imaginar cómo esos países podrían planificar la inevitable avalancha de casos que trae el COVID-19.
Por cierto, las Unidades de Cuidados Intensivos y la capacidad hospitalaria es una parte de un conjunto mucho más vasto de problemas que incluyen la falta de recursos esenciales, como agua potable, comida, electricidad, adecuado acceso a la atención primaria de salud, y la presencia de comorbilidades tales como altas tasas de HIV y tuberculosis. Tomados en su conjunto, todos estos factores, indudablemente implican un universo de pacientes con prevalencias críticas que implican potencialmente una maximización de casos fatales por COVID-19 en los países pobres.
El trabajo y el techo son problemas de salud pública
Los debates sobre el coronavirus en Europa y los Estados Unidos dejaron en claro la relación dialéctica entre las medidas en pro de la salud pública y las condiciones laborales, la precariedad y la pobreza (ver https://medium.com/@dch1united/amazonians-united-wins-pto-for-all-amazon-workers-f17e6ffbb192).
Los llamados para que la gente se autoaísle si está enferma -o las extendidas cuarentenas-, son sencillamente imposibles para mucha gente que no puede transferir su trabajo a la modalidad on-line, o para quienes tienen trabajo por hora o contratos precarios. Por eso es que varios gobiernos europeos, al reconocer esta problemática y sus consecuencias para la salud pública, anunciaron diversos programas de compensaciones económicas para los desempleados o los que son obligados a permanecer en casa durante la crisis.
Queda por ver la efectividad de estos esquemas, y cuántos terminan perdiendo sus trabajos. De todas maneras, efectivos o no en Europa y EE.UU esos programas no van a existir en la mayoría de los países del mundo. En los países donde la mayoría de la fuerza de trabajo se despliega en el trabajo informal o depende de changas y conchabos eventuales pagados por día (buena parte de Cercano Oriente, África, América Latina y Asia tienen esa dinámica) es irrisorio imaginar que la gente pueda elegir quedarse en casa o auto-aislarse. Y esto, además, hay que verlo a la par del muy probable crecimiento de los ‘trabajadores pobres’ como resultado directo de la crisis.
De hecho, la Organización Internacional del Trabajo, OIT, emitió un documento el 18 de marzo donde advierte que el escenario que se avizora es de una pérdida de 24.700.000 puestos de trabajo en el mundo (ver https://www.ilo.org/wcmsp5/groups/public/—dgreports/—dcomm/documents/briefingnote/wcms_738753.pdf), es decir que el universo de quienes ganan menos de U$S 3,20 por día crecerá en unos 20 millones de personas.
Una vez más, estas cifras son importantes no solo por la supervivencia del día a día. Sin los efectos de mitigación que surgen de las cuarentenas y el aislamiento, el avance de la enfermedad en el resto del mundo sería aún más devastador que las escenas espantosas que ya vimos en China, Europa y Norteamérica.
Por supuesto, esos trabajadores informales y precarios con mucha frecuencia viven en villas, favelas, poblaciones o barrios superpoblados: las condiciones ideales para que se expanda el virus. Solo para ponerlo en escala, en Río de Janeiro que tiene unos 5 millones de habitantes, 1.400.000 personas viven en una de las favelas. Muchos no pueden faltar ni un día al trabajo, menos aún semanas. El mazazo de la pandemia está a la vuelta de la esquina.
Escenarios similares enfrentan muchos millones de personas desplazados por las guerras y los conflictos. En Medio Oriente, por ejemplo. Allí está la mayor cantidad de desplazamientos forzados desde la Segunda Guerra Mundial. Millones y millones de desplazados internos y refugiados en Siria, Yemen, Libia, Irak. Muchos viven en campos de refugiados o espacios hiperpoblados, sin los más elementales insumos sanitarios de lo que asociamos a ‘derechos humanos’ o ‘ciudadanía’. La extendida prevalencia de la desnutrición y otras enfermedades (en Yemen además reapareció el cólera), hacen de todas estas comunidades presa fácil del virus.
Dentro de esta tragedia, la Franja de Gaza vive una desgracia aparte. El cerco del ejército israelí mantiene encerradas desde hace 13 años a 2 millones de personas para las cuales hay 62 respiradores, de los cuales solo funcionan 15.
Entrecruzamiento de crisis
Las principales instituciones financieras del mundo prevén que la crisis económica mundial asociada a la pandemia será la mayor de la que se tenga memoria. Y eso está en directa relación con la crisis de los sistemas públicos de salud de los países más pobres. ¿Por qué? Por el cierre simultáneo de fábricas, transportes y servicios conexos, en EE.UU., Europa y China, algo que no ocurría desde la Segunda Guerra Mundial. Con una quinta parte de la población mundial en confinamiento, las cadenas de provisión y el comercio mundial han colapsado, y los precios de las acciones cayeron hasta un 40% entre el 17 de febrero y el 17 de marzo.
Aun así, Eric Toussaint enfatizó que el colapso al que rápidamente nos encaminamos no está causado por el COVID-19 sino que más bien es esto lo que encendió la mecha de una crisis muy profunda que se viene forjando hace años. De hecho, que la salida de la crisis de 2008 haya sido que los gobiernos y los bancos centrales hayan facilitado políticas para bajar las tasas de interés y hacer que el dinero fuera ultra-barato para los mercados financieros, llevó a un aumento significativo de todas las formas de endeudamiento.
Cuando digo esto me refiero al endeudamiento corporativo, gubernamental, de los hogares. A modo de ejemplo, la deuda corporativa no financiera de las grandes empresas norteamericanas alcanzó a mediados de 2019 el 48% del PBI norteamericano, esto es, 10 Billones de dólares (o trillones como usa la contabilidad de ese país). Ya en 2008, previo a la crisis, esa deuda era del 44% del Producto Bruto Interno. En la enorme mayoría de los casos esa deuda no fue utilizada para inversiones productivas sino para actividades financieras: bonos, recompra de acciones, fusión de empresas, compra de empresas. Entonces está a la vista el espectáculo de un mercado accionario con aumentos siderales, por un lado, y el estancamiento en la inversión y la baja en la rentabilidad por el otro.
in embargo, es significativo para la crisis que está en ciernes, el hecho de que el crecimiento de las deudas corporativas estén concentradas en gran medida en bonos de baja reputación, los llamados junk-bonds o bonos basura, o en los que tienen calificación BBB, que son el paso anterior a ser bonos basura. Tan es así que la mayor gerenciadora de bonos del mundo, Blackrock, informó que en 2019 el 50% del mercado mundial de bonos estaba concentrado en los ranqueados como BBB, en comparación con 2001, cuando esos bonos casi basura eran solo el 17% de la cartera (ver https://www.blackrock.com/institutions/en-nl/insights/investment-actions/assessing-risks-in-bbb-corporate-bonds).
Esto significa que el colapso sincronizado de la producción mundial, de la demanda, y los precios de las acciones presentan para las corporaciones un problema generalizado a la hora de refinanciar su deuda.
A medida que la actividad económica se detiene en sectores clave, las empresas cuya deuda está vencida y precisan reprogramarla, ven que el mercado crediticio está cerrado: nadie quiere prestar dinero en estas condiciones, y menos aún a compañías sobre-valoradas como las aerolíneas, las cadenas comerciales, de energía, de turismo, automovilísticas y de entretenimiento…todas ellas tendrían ganancia negativa en este tiempo. Prever la quiebra de grandes empresas, default de deudas, baja en la calificación crediticia es altamente probable. Pero este no es un problema ‘norteamericano’.
Toda esta descripción es para dar un contexto al severo peligro que enfrenta el resto del mundo, donde una variedad de ‘rutas de transmisión’ van a hacer metástasis de la caída de los países ricos en las poblaciones más pobres (ver informe de CEPAL https://www.cepal.org/es/comunicados/covid-19-tendra-graves-efectos-la-economia-mundial-impactara-paises-america-latina).
Tal como ocurrió en 2008, esto implica una abrupta caída en las exportaciones, una marcada retracción en el flujo de inversiones directas y en lo que deja la actividad turística, y un item que se ha sub-valorado, que es el de las remesas que los trabajadores envían a sus países de origen. Este último tema con mucha frecuencia se deja de lado en esta crisis, pero es esencial recordarlo porque es perfectamente funcional al modo de la globalización neoliberal: la integración de grandes sectores de la población mundial al capitalismo global a través de las remesas que las familias reciben de sus familiares trabajando en los países centrales o en el extranjero.
En 1999 había 11 países en el mundo para los cuales las remesas representaban más del 10% del Producto Bruto Interno. En 2016 esa cantidad de países se había elevado a 30. En 2016, más de un tercio de los 179 países de los cuales hay información y registro de remesas de dinero, daban cuenta de que más del 5% de su PBI lo constituía ese dinero. Sencillamente: desde el año 2000, al mismo ritmo de esta globalización, el porcentaje se ha duplicado (ver https://socialistregister.com/index.php/srv/article/view/30927).
¿Qué quiere decir esto? Que 1000 millones de personas, una de cada siete que habitan el planeta, están involucradas en el flujo de remesas, sea como remitente o como quien la recibe. ¿Entonces? Pues que el cierre de fronteras como consecuencia del COVID-19, agregado al bloqueo de las actividades económicas en sectores donde la fuerza de trabajo de los migrantes es predominante, significa que estamos frente a una caída global de esos envíos de dinero, y esto tiene impensables ramificaciones en los países del Hemisferio Sur.
Por cierto el otro mecanismo por el cual se entrecruzan las crisis es la deuda externa de los países más pobres, tanto de los menos desarrollados como de los que dan en llamar ‘mercados emergentes’. En 2019 ya había informado el FMI que el stock total de deuda era de 72 Billones de dólares, el doble que en 2010. Vamos a ponerlo en números: 72.000.000.000.000 millones de dólares.
La mayor parte de esa deuda está nominada en Dólares norteamericanos, lo que expone a los tenedores a las fluctuaciones del valor del dólar. Hace pocas semanas el dólar se fortaleció dado que los inversores lo tomaron como un reaseguro frente a la crisis, pero el resultado inmediato asociado es que las monedas nacionales se han devaluado, y el monto de los intereses que esto conlleva, automáticamente creció.
ay que recordar que en 2018 había 46 países que gastaban más en el servicio de la deuda pública que en lo que invertían en su sistema de salud (ver https://www.cadtm.org/COVID-19-and-debt-in-the-global-south-Protecting-the-most-vulnerable-in-times). Esto implica que para un gran número de países del mundo se presenta un doble problema: el aumento de la deuda y la crisis del sistema de salud, en medio de un contexto de profunda recesión mundial.
Sin ánimo de decepcionar, debo decir que no hay que albergar ilusiones en torno a que este entrecruzamiento de crisis pueda llevar al fin del ajuste estructural o a la emergencia de una suerte de ‘democracia-social-global’. Tal como lo hemos repetido durante una década, el capital frecuentemente encuentra en los momentos de crisis su oportunidad para implementar cambios radicales que antes eran imposibles, estaban bloqueados.
El mismo presidente del Banco Mundial, David Malpass lo dejó entrever en la videoconferencia con los Ministros de Finanzas del G20 hace apenas unos días atrás, el 23 de marzo: “Los países deberán poner en marcha reformas estructurales para ayudar a reducir el tiempo de recuperación…Aquellos países que tengan excesivas regulaciones, subsidios, regímenes de licencias, protección al comercio o litigiosidad como obstáculos, deberán trabajar para fortalecer los mercados, y avanzar más rápidamente hacia una recuperación” (ver https://www.bancomundial.org/es/news/speech/2020/03/23/remarks-by-world-bank-group-president-david-malpass-on-g20-finance-ministers-conference-call-on-covid-19).
El debate que la izquierda debe dar
Es esencial traer todas estas dimensiones internacionales al centro del debate que las izquierdas deben dar en torno al COVID-19, ligándolas a la lucha como la abolición de la deuda del ‘Tercer Mundo’, terminar con los paquetes de ajuste neoliberal que impulsan el FMI y el Banco Mundial, reclamar el pago de reparaciones por el colonialismo, la cancelación al tráfico mundial de armamentos, el levantamiento de las sanciones y bloqueos a diferentes países, entre tantas otras iniciativas. Porque todas esas luchas son la lucha global por la salud pública: llevan a los países más pobres a mitigar los efectos del virus y en la caída económica asociada.
No alcanza con hablar de solidaridad y de ayuda mutua en los barrios, las comunidades o incluso dentro de nuestras fronteras nacionales de los países centrales o más desarrollados, si no se agita el verdadero peligro que significa el virus para el resto del mundo. Está claro que los altos niveles de pobreza, de precariedad laboral y habitacional, la falta de una infraestructura de salud también amenazan a los pueblos de Europa y de EE.UU.
En el Hemisferio Sur ya se están construyendo redes para luchar de forma internacionalista, porque sin una orientación global corremos el riesgo de reforzar los modos que el virus ha alimentado en la retórica política nacionalista y xenófoba: una política profundamente atravesada por el autoritarismo, la obsesión por el control fronterizo y el ‘primero mi país’ de todos los patrioteros nazionalistas.
Adam Hanieh es profesor del Development Studies Department of the School of Oriental and African Studies (SOAS), de la University of London. Es miembro fundador del SOAS Centre for Palestine Studies, y especialista en investigación de marxismo, política económica en Medio Oriente, y trabajo migrante. Hanieh es Doctor en Ciencias Políticas de la York University de Canada. Su libro más reciente es Money, Markets, and Monarchies: The Gulf Cooperation Council and the Political Economy of the Contemporary Middle East, editado por Cambridge University Press, en 2018