por Alfredo Saad-Filho
Este artículo apareció por primera vez en el Socialist Project – The Bullet en el 17 de abril de 2020. Hemos recibido el permiso de los editores y el autor para traducirlo y republicarlo aquí. -PSU y BMN, 24/04/2020
De repente, nos encontramos en un mundo transformado. Calles vacías, tiendas cerradas, cielos inusualmente despejados y una escalada en el número de víctimas mortales: algo sin precedentes se despliega ante nuestros ojos.
Las noticias acerca de la economía son alarmantes en casi todos lados: la pandemia COVID-19 ha desencadenado la contracción económica más aguda y profunda de la historia del capitalismo. Parafraseando el Manifiesto Comunista, todo lo que era sólido se ha desvanecido en el aire: la “globalización” se ha invertido; las largas cadenas de suministros, que antes eran la única forma “racional” de organizar la producción, se han derrumbado y las fronteras cerradas han vuelto; el comercio ha disminuido drásticamente y los viajes internacionales se han visto gravemente limitados. En cuestión de días, decenas de millones de trabajadores quedaron desempleados y millones de empresas perdieron sus empleados, clientes, proveedores y líneas de crédito.[1]
Varias economías esperan que las contracciones del PIB se midan en cifras de dos dígitos, y una larga lista de sectores pide a los gobiernos el rescate. Sólo en el Reino Unido, los bancos, los ferrocarriles, las aerolíneas, los aeropuertos, el sector turístico, las organizaciones benéficas, el sector del entretenimiento y las universidades están al borde de la quiebra, por no hablar de los trabajadores desplazados y los (nominalmente) independientes, que lo perdieron todo a causa de una conmoción económica que aún no se ha sentido en su totalidad.[2]
Las implicaciones políticas son inciertas. Ideológicamente, los discursos neoliberales sobre el imperativo de la “austeridad fiscal” y las limitaciones de la política pública han desaparecido. Los practicantes de los principios austriacos y los neoliberales de todos los colores se retiraron apresuradamente a un keynesianismo a medias, como suelen hacer cuando las economías se hunden: en el momento de la necesidad, el primero en aferrarse al abundante pecho del Tesoro gana el gran premio, y la intervención del Estado se cuestiona sólo por lo que aún no ha hecho. El sector privado y los medios de comunicación suplican por el gasto público, y los portentosos predicadores del “libre mercado” se precipitan en las pantallas de televisión para abogar por un gasto público ilimitado, con el fin de salvar a la iniciativa privada. Sin duda volverán a la normalidad cuando las circunstancias cambien y los recuerdos se desvanezcan. En ese momento, el Estado volverá a ser “malo” y los servicios públicos estarán listos para otra ronda de sacrificios. Mientras tanto, el neoliberalismo se encuentra desprovisto de ideólogos, mientras que la franja iracunda de los antivacunas, los terratenientes y los fanáticos religiosos se ha visto reducida a negar la propia pandemia, con grandes riesgos personales[3], vendiendo remedios milagrosos basadas en medicamentos no probados, o rezando y ayunando junto con el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro.[4] Que el Señor nos salve de ellos.
Sorprendentemente, la epidemia en sí misma no fue inesperada. Durante décadas, los especialistas y los estrategas militares han considerado una amplia variedad de escenarios, especialmente desde las experiencias con el VIH en la década de 1980, el SARS en 2003 y, más recientemente, el Ébola y otras “nuevas” enfermedades.[5] En China, era bien conocida la probabilidad de que surgiera un virus gripal en los mercados de animales del sur.[6] De ello se desprende que las crisis de la salud pública y la economía no fueron causadas por fallos de planificación, sino que reflejaron opciones políticas, el desmantelamiento de las capacidades del Estado, fallos asombrosos de aplicación y una subestimación escandalosa de la amenaza –para la que, sin duda, habrá que destruir reputaciones y hacer rodar cabezas, como parte de un cálculo sistémico–.[7] A principios de 2020, China compró el tiempo del mundo para prepararse para la epidemia, y ofreció un ejemplo de cómo enfrentarla. Otros gobiernos de Asia oriental propusieron alternativas de política (más o menos intrusivas), especialmente Singapur, Corea del Sur, Taiwán y Vietnam, y tuvieron mucho éxito. Mientras tanto, Occidente se tambaleaba: ante un problema que no podía resolverse sancionando, bloqueando o bombardeando una tierra lejana, los gobiernos de los países más ricos del mundo no sabían qué hacer. No es de extrañar que los gobiernos del Reino Unido y de los Estados Unidos salieran especialmente mal parados, mientras que la Unión Europea, una vez más, y que hayan decepcionado en una hora de necesidad.[8]
Aunque la magnitud de la implosión de varias economías -centrada en los países occidentales avanzados- no tuvo precedentes y está destinada a tener consecuencias a largo plazo para el funcionamiento del capitalismo, COVID-19 no golpeó a una economía mundial próspera. A principios de 2020, el mundo ya estaba inmerso en un “gran estancamiento” que había seguido a la crisis financiera mundial de 2007; incluso la gran economía occidental de mejor rendimiento, los Estados Unidos, se estaba ralentizando notablemente. Con ello no se pretende minimizar la magnitud del huracán, ya que cualquier economía se habría visto abrumada; no obstante, como COVID-19 golpeó a países frágiles, expuso inmediatamente sus vulnerabilidades.
La pandemia golpeaba cuatro décadas después de que el neoliberalismo había agotado las capacidades del Estado, en nombre de la “mayor eficiencia” del mercado, fomentando la desindustrialización a través de la “globalización” de la producción y construyendo frágiles estructuras financieras aseguradas sólo por el Estado; todo ello en nombre de la rentabilidad a corto plazo. La desintegración de la economía mundial dejó a las economías más intransigentes y neoliberales, especialmente el Reino Unido y los Estados Unidos, expuestas como incapaces de producir suficientes mascarillas y equipos de protección personal para el uso sanitario, por no hablar de los respiradores para mantener con vida a la población hospitalizada. Al mismo tiempo, la prestación de servicios se transformado de forma irreconocible, convirtiéndose el trabajo en línea en la norma en innumerables áreas, en cuestión de días, en lugar de los años que esta transición normalmente hubiera llevado, mientras que el culto neoliberal al consumo se disolvió en indignados revuelos por el desinfectante para manos, la pasta y las sardinas, y en peleas por el papel higiénico. Se demostró rápidamente que el neoliberalismo había acabado, fragmentado o privatizado parcialmente los sistemas de salud de varios países, al tiempo que generaba una clase trabajadora precaria y empobrecida, muy vulnerable tanto a las alteraciones en su capacidad para obtener ingresos como a las emergencias en materia de salud por su falta de ahorros, viviendas deficientes, nutrición inadecuada y pautas para el trabajo incompatibles para una vida sana.[9]
Estos procesos culminaron en una indecorosa conmoción por la producción china (dirigida por el Estado), en la que los Estados Unidos se han comportado con mayor frecuencia como un francotirador enloquecido, robando las máscaras y los ventiladores que no podían producir ni comprar, e insultando además a los países más débiles.[10]
La explotación humana de la naturaleza puede haber creado el problema en primer lugar[11], pero no hay duda de que la destrucción de la colectividad bajo el neoliberalismo exacerbó el impacto de la pandemia. Emblemáticamente, el neoliberalismo ha devaluado las vidas humanas a tal punto que se ha perdido un tiempo valioso en varios países, en particular en aquellos con administraciones neoliberales de derecha más intransigentes: los Estados Unidos, el Reino Unido y Brasil –con intentos gubernamentales de imponer una estrategia de “inmunidad del rebaño”, que inevitablemente eliminaría a los ancianos, los débiles y los que poseen una salud frágil (lo que podría aliviar su “carga” en el presupuesto fiscal)[12], en lugar de imponer un bloqueo que, aunque se ha demostrado que reduce la pérdida de vidas, perjudicaría a los beneficiados, así como (¡sorpresa! ¡horror!) mostrando que los estados pueden desempeñar un papel constructivo en la vida social.
Con el tiempo, la presión de las masas y las pruebas de éxito en China y en otros lugares obligaron incluso a los gobiernos más reacios a imponer bloqueos, pero a veces sólo de manera parcial y vacilante, y esas decisiones siempre corrieron el riesgo de ser socavadas por mensajes contradictorios y una aplicación incompetente. En esos países, las pruebas también tendían a restringirse y a menudo se dejaba al personal de los servicios de salud hacer frente a cargas de trabajo inmanejables sin la protección adecuada. Este enfoque de la pandemia provocará muchos miles de muertes innecesarias, sin ningún propósito.[13]
En el Reino Unido, la administración caótica dirigida por el siempre poco fiable Boris Johnson, se vio enfrentada a dos males: por un lado, las crecientes estimaciones de muertes y, por otro, las estimaciones cada vez peores de la posible caída del PIB. Presionado desde el principio por el Partido Conservador y por algunos de los más firmes partidarios empresariales de Brexit[14], el gobierno del Reino Unido recurrió a sus “médicos expertos” para justificar la protección de los beneficios y la idea de un “pequeño estado”, en nombre de la ciencia. Sin embargo, ante una opinión pública cada vez más enfadada, el gobierno dio un giro radical a mediados de marzo, pero para entonces ya era demasiado tarde. Debido a la decisión anterior del gobierno de retrasar la acción, su falta de preparación y su alucinante ineptitud, el Reino Unido terminaría inevitablemente en lo peor de ambos mundos: incontables muertos (literalmente incontables, ya que se ha hecho un esfuerzo deliberado por no informar sobre la pérdida de vidas)[15], y pérdidas económicas de cientos de miles de millones de libras.[16]
Las consecuencias sociales de la pandemia surgieron rápidamente; por ejemplo, por la capacidad diferencial de los grupos sociales para protegerse a sí mismos. En síntesis, los súper ricos se mudaron a sus yates; los medianamente ricos huyeron a sus segundos hogares; la clase media luchó por trabajar desde casa en compañía de niños sobreexcitados. Y los pobres, que poseían en promedio una salud más endeble, perdieron sus ingresos por completo o tuvieron que arriesgar sus vidas diariamente, realizando un “trabajo esencial”, muy elogiado, pero, (no hace falta decirlo) mal pagado, como conductores de autobús, vigilantes, enfermeras, porteros, comerciantes, constructores, funcionarios de sanidad, repartidores, etcétera. Mientras tanto, sus familias permanecían encerradas en alojamientos estrechos. No es sorprendente que los pobres y los BAME[17] están dramáticamente sobrerrepresentados en las estadísticas de muerte.[18]
En respuesta a la conmoción, muchos gobiernos desempolvaron las políticas económicas aplicadas después del GCF (Gran Crisis Financiero de 2007-8; N. del T.), pero rápidamente demostraron ser insuficientes: este colapso económico es mucho más amplio, la crisis será mucho mayor y los rescates serán mucho más costosos que antes.[19] Sin precedentes, los Bancos Centrales han empezado a proporcionar financiación directa a las grandes empresas: esencialmente están entregando a capitalistas seleccionados del “helicóptero monetario”[20] (que, en algunos casos, se transfirió inmediatamente a los accionistas como dividendos).[21] Para disfrazar el indecoroso espectáculo de los multimillonarios, a menudo exiliados fiscales, que piden subsidios del mismo erario que habían evadido anteriormente, algunos gobiernos han prometido apoyar los ingresos de los trabajadores, pero normalmente a través de sus empleadores y no directamente. En los Estados Unidos, el gobierno federal enviará un mísero cheque único (firmado puntualmente por el propio Donald Trump) a todos los hogares para disimular las asombrosas limosnas que se ofrecen al capital, empezando por un salvavidas sin precedentes de 2 billones de dólares que está destinado a aumentar a medida que el cierre siga afectando a los beneficios y se acerquen las elecciones presidenciales.
Si las implicaciones económicas de la pandemia son sin duda catastróficas, las implicaciones políticas no se pueden prever con certeza. En el Reino Unido, la pandemia desenmascaró al Partido Conservador (y, más adelante, al desafortunado gobierno de coalición y a su predecesor, el Nuevo Laborismo), por haber atacado la capacidad de recuperación de la sociedad y haber derribado sistemáticamente el NHS.[22] Incluso antes se gastó dinero en el servicio de salud, como ocurrió durante el Nuevo Laborismo. El objetivo era desorganizar y dividir el NHS, introducir la competencia sin importar el costo, vaciar el servicio y privatizar todo lo que pudiera venderse, para aumentar la confianza en el sistema de salud en el ánimo de incrementar las ganancias.
Con la pandemia, los discursos de los conservadores sobre el imperativo de la “austeridad fiscal” se vieron anulados por la evidente capacidad del Estado para crear dinero de la nada y ofrecer la salvación a sectores seleccionados, siempre que se consideraran “esenciales” (lo que, en consecuencia, no era el caso de la vivienda, la salud, el empleo, etc.). Al mismo tiempo, se demostró que la ideología del individualismo era un fraude ya que, aunque puede haber un escape individual del virus, no pueden darse soluciones individuales a la catástrofe: una persona sola nunca está a salvo de una epidemia y tampoco puede ser atendida cuando cae enferma ¿Quién sino el Estado va a contener el colapso económico, asegurar los flujos de ingresos cuando la economía se paralice, hacer cumplir el bloqueo y a dotar de recursos al servicio de salud? La izquierda siempre lo supo, y el Primer Ministro se vio obligado a reconocer después de todo que existe la sociedad.[23] Y la inhumanidad del imperativo lucro del capitalismo se desenmascaró a través del rechazo masivo de su favorecida política de “inmunidad de la manada”, con su consiguiente diezmo de los no trabajadores.
Ahora podemos enfocarnos en la presión que puede hacer la izquierda. Lo primero es aprender de las lecciones. La crisis sanitaria y el colapso económico en Occidente, en comparación con las respuestas mucho más eficaces en Oriente, han demostrado que las administraciones radicalmente neoliberales son incapaces de desempeñar las funciones más básicas de la gobernanza: proteger las vidas y asegurar los medios de subsistencia. Es probable que la pandemia sea también un indicador de la transferencia de hegemonía de Occidente a Oriente. Es evidente –y no puede olvidarse– que los Estados centralizados y capaces (ya sean más o menos democráticos, la experiencia demuestra que el régimen político tiene poco que ver con la competencia política) y una sofisticada base manufacturera para la vida de los pueblos y que, cuando se caen las fichas, las fronteras pueden cerrarse y los amigos también desaparecen.
En segundo lugar, está el imperativo de asegurar la vida misma. Los Estados deben asegurar los puestos de trabajo, los ingresos y los servicios básicos, incluida la rápida expansión del sistema de salud. Esto no sólo por razones de política económica, sino como parte de políticas sanitarias eficientes: los empleos e ingresos garantizados harán posible que más personas permanezcan en sus hogares, lo que aliviaría la carga del sistema del sistema de salud, y acelerará el fin de la pandemia y el pronto regreso de la recuperación.[24] El Estado debería hacerse cargo de los servicios clave para garantizar que se atiendan las necesidades básicas y, si las autoridades centrales pueden aportar decenas de miles de millones a las líneas áreas, los ferrocarriles y las cadenas de supermercados, el público también podría ser propietarios de ellos.[25]
El tercer objetivo es consolidar el redescubrimiento de la colectividad y la irreductible sociabilidad de la especie humana, que ha surgido a través de las tensiones de crisis. La izquierda debe subrayar que la economía es un sistema colectivo (“¡somos la economía!”), que estamos unidos como seres humanos y que los servicios públicos son esenciales. Esto podría allanar el camino para una alternativa progresiva al (ya con forma de zombie) neoliberalismo.
El cuarto es la asignación de los costes. La carga económica de esta crisis será mucho mayor que la del GFC y no hay manera de que los servicios públicos puedan, o deban, soportar la carga. La única salida es a través de la fiscalidad progresiva, la nacionalización, el incumplimiento cuando sea necesario, y una estrategia de crecimiento “verde”.
Quinto, específicamente en el Reino Unido, que debería ser posicionamiento del Partido Laborista y, por extensión, de otros partidos y organizaciones progresistas en otros lugares: ¿unirse al gobierno en esta hora de crisis (y “desintoxicar” al Partido post-Corbyn y facilitar su regreso al gobierno)[26], o criticar al gobierno conservador mientras se corre el riesgo de parecer antipatriótico? La clave de la cuestión es que los conservadores eligieron las políticas equivocadas y las aplicaron de manera incompetente, y decenas de miles de personas morirán como consecuencia directa (las administraciones descentralizadas de Escocia y Gales lo han hecho mejor, pero no lo suficiente). Es fundamental para la credibilidad del Partido Laborista que se ve manchado por esas políticas o que comparta la responsabilidad de esas muertes evitables. Esto desorientaría a una gran parte de la población, que se da cuenta de que el gobierno se equivocó y quiere ver las consecuencias de ello. En su lugar, la izquierda debería centrarse en construir la solidaridad sobre el terreno, hacer que el gobierno rinda cuentas, criticar implacablemente a los conservadores por sus políticas criminales y su incompetente aplicación, y ampliar los límites de lo políticamente posible, desafiando al neoliberalismo como un culto a la muerte y apoyando las redes de seguridad dirigidas por el Estado y la reconstrucción del Estado después de las depredaciones del neoliberalismo. Se ha argumentado como respuesta, que los laboristas se aliaron con el Partido Conservador durante la Segunda Guerra Mundial, así que ¿por qué no ahora? Es cierto que había un gobierno nacional en aquél entonces; pero era una coalición en el gabinete de guerra de Winston Churchill, no con la administración vendida de Neville Chamberlain, que los laboristas se negaron a apoyar con razón.
Soy cautelosamente optimista de que el capitalismo no puede lavar mucho la mancha. Es hora de imaginar qué tipo de sociedad puede servir a la mayoría y evitar la repetición de los resultados vergonzosos que estamos experimentando. En lugar de los crímenes e ineficacias del neoliberalismo, necesitamos una fiscalidad progresiva, la expansión de los servicios públicos con capacidad de reserva para emergencias y una sociedad basada en la solidaridad, los valores humanos y el respeto a la naturaleza. Esto es fácil de decir, y es incuestionablemente correcto, pero la izquierda ha estado a la defensiva en casi todas partes, a veces durante décadas, y la pandemia bien puede conducir a respuestas autoritarias, racistas y reaccionarias.
En resumen, la pandemia COVID-19 sucedió por casualidad, pero no fue inesperada, sus consecuencias son mucho más que escandalosas: son criminales, y la izquierda debe decirlo alto y claro. El capitalismo neoliberal ha sido expuesto por su inhumanidad y criminalidad, y COVID-19 ha demostrado que no puede haber política industrial y capacidad estatal. Esta es una lucha inesperada. Debemos salir de esta crisis como una sociedad mejor. La izquierda es más necesaria que nunca y debe estar a la altura del desafío.
Sobre Alfredo Saad-Filho
Alfredo Saad-Filho es profesor de economía política en el Departamento de Estudios del Desarrollo, SOAS, Universidad de Londres. Sus intereses de investigación incluyen la economía política del neoliberalismo, la política industrial, las políticas macroeconómicas alternativas y la teoría laboral del valor y sus aplicaciones.
Traducido por Pedro S. Urquijo y Brian M. Napoletano, 24 de abril de 2020.
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